Tekata, un pueblito ejemplar
Juan de Dios Ramírez
Era un pueblo más bien cercano al nuestro, donde los personajes principales de este cuento son un presidente chaparrito bonachón, simpático, dejado, indiferente, un jefe de la policía parecida al guapo Ben o a la Mole, un pelotón de agentes policiacos inpreparados, panzones, desfajados, groseros, mordelones.
Así inicia la historia. (Aclaro, cualquier parecido con la realidad sería una mera coincidencia).
En ese pueblo que vamos a llamar, nadamás porque no se me ocurre otro nombre, Tekata, situado al norte-oeste de no sé qué país, donde las cosas generalmente transcurrían con calma, donde su gente era afable, informada, donde siempre te daban de manera correcta una dirección cuando algún desconocido preguntaba, donde dormían con las puertas abiertas y en las casitas no había rejas en cada ventana, como en las vecinas ciudades donde los domicilios parecían cárceles, donde sus moradores permanecían muchas horas tras los barrotes de metal.
Bueno, en Tekata no era así, las calles estaban limpias, el parquecito era el más bello de la región, los adornos que colgaban de las calles habían costado 10 pesos plata cada uno, entre todos no sumaba 100 pesos, no como en otras partes que se gastaban 380 mil pesos, las banquetas todas estaban parejitas, había mucha vegetación, grandes jardines y los comercios mantenían sus frentes y ventanales impecables, la gente caminaba sonriente, saludadora. Los empresarios eran amables con sus empleados, los trataban como verdaderos seres humanos y estos en respuesta rendían gran productividad.
El gobierno no era lascivo, más en cambio era comprensivo, si alguien se atrasaba en el pago de impuestos no le cargaban la mano, tampoco le cortaban el agua, sino que esperaban a que tuviera dinero para pagar, que decir de la luz, jamás se la suspendían a nadie y las empleadas de las cajas de la comisión de luz siempre te esperaban con una sonrisa y te atendían de inmediato.
En los puentes y lo alto de los edificios no había nada de grafiti, por el contrario las paredes permanecían blancas como si estuvieran recién pintadas, el río lucía limpio, sin basura, llantas ni maleza, los comercios que vendían cerveza cerraban muy temprano y no comerciaban licor a menores de edad, los restaurantes daban los mejores alimentos a sus comensales y a precios baratísimos que siempre estaban llenos de gente.
Pero, entre todo esto, destacaba la Policía, sí señor, ese grupo de distinguitos tekatanses, que ante todo estaban al servicio de la comunidad, prestos a auxiliar al menor incidente y recordar a los automovilistas sus responsabilidades y obligaciones para que Tekata siguiera siendo un pueblo ejemplar en todo el continente.
Una vez, de esas que de repente no se sabe cómo es que suceden las cosas, el Presidente, tuvo la necesidad de cambiar de timón a la Policía, algunos rumores y presiones lo habían obligado y con todo el ánimo de quedar bien y mermar una posible manifestación de los apacibles ciudadanos, optó por lanzar una convocatoria y salió de por allá, de tierra caliente un querubín parecido al hombre de piedra, quien por su modo de hablar, muy parecido al los de acá, pausado, tranquilo, sereno, inmutable, inmediatamente fue aceptado por los ediles, quienes se quedaron impactados porque creyeron que la solución a un posible recoveco social sería solucionado y aquel pueblo seguiría siendo igual, donde la gente caminaba a cualquier hora y no era asaltada, donde no había borrachitos ni limpiavidrios que te obligaban a darles monedas como en otros lugares.
Los años pasaron y todo aquel pueblo de ensueño se fue transformando, las leyes y reglamentos se endurecieron de la mano del gobierno, los tekatanses se fueron poniendo en rebeldía y empezaron a no colaborar, a dejar de barrer su banqueta, a dañar el pavimento y los árboles, a ensuciar las paredes y los puentes, a tirar basura al río, algunos otros a delinquir, a tomar drogas y los aguajes nunca cerraban.
Algo estaba sucediendo en ese pueblo, que había sido ejemplo mundial de civismo, de limpieza, de buenas personas, de un gobierno diáfano y un cuerpo policiaco ilustrado y educado. La gente te mandaba en sentido contrario cuando le solicitabas una dirección.
Había por allí un reportero de prensa, a veces incisivo, otras veces fantasioso que tuvo la osadía de preguntar qué estaba pasando, escudriño aquí allá, más allá y pues no daba con bola, un día llegó con La Mole y empezó a cuestionarlo, tal vez el descontento social había derivado de la actuación de la policía, habría que ver.
En Tekata, a los elementos de la policía, ese nuevo jefe conocido como Ben, por aquello de los 4 Fantasticos, empezó a aplicarles a sus mismos agentes correctivos disciplinarios, aunque los policias lo veían como castigos, sanciones, porque el trato era inhumano, feroz, terrible, fascista, aunque eso los superiores de Ben no lo miraban o estaban de acuerdo en que sucediera.
Una vez, un muchacho de la policía tuvo la osadía de parar su carrito en un estacionamiento que pertenecía a una edil del pueblo y fue duramente castigado, trabajo forzado fue la consigna, 48 horas consecutivas que lo dejaron devastado. Otros eran amenazados con enviarlos ante la ley marcial y todo aquello se convirtió en un desastre. Robos por acá, borracheras, bares abiertos, mujeres y no mujeres del tacón dorado en la calle a pleno día, vendedores de droga protegidos en todas las colonias.
Todo se salió de las manos, aquel bonito, limpio y amable pueblo de Tekata se había extinguido, como una vez lo hicieron los dinosaurios, como se había secado el río que otrora pasaba gustoso por en medio del lugar, como había perdido el gobierno su poder.
Claro, todo esto es fantasía, pero que tal si hubiera sucedido de verdad, Tekata ya no volvió hacer el mismo. Nunca.
La moraleja sea tal vez que las malas decisiones de gobernantes en turno han acabado con Tekata, el pueblo ejemplar, esas decisiones que se toman sin conocer y porque hay miedo de retomar el rumbo, donde no se aplica la mano dura a quien hay que hacerlo y se la cargan al desvalido, al vulnerable.
Seguiremos.
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